El vacío que abrazó al maquinista

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Abdelkader EL FARSSAOUI

 

 

 

La noche de Navidad avanzaba con su velo de sombras y luces temblorosas, dibujando paisajes que parecían más sueños que realidades. Era el 24 de diciembre, en la línea de alta velocidad al sur de Sena y Marne, en Francia, cuando el tiempo y el trayecto se cruzaron con un destino trágico. En el interior del tren de alta velocidad TGV, los pasajeros compartían un espacio físico, pero vivían en universos distintos. Un niño pegaba la frente contra el cristal, mirando las luces lejanas de aldeas desconocidas. Una mujer sujetaba una carta entre sus manos, como si cada palabra escrita en ella fuera un peso difícil de soltar. Cada uno, con sus historias, avanzaba sin imaginar que el maquinista, en la cabina delantera, enfrentaba una batalla que ninguno podía ver.

Era un hombre solitario, acostumbrado a la rutina mecánica de los controles, al eco monótono de los avisos, y al silencio que lo abrazaba en cada trayecto. Sin embargo, aquella noche su mirada estaba más allá de las luces intermitentes del panel. Había algo dentro de él, algo oscuro que crecía como una sombra implacable. No eran los mecanismos del tren los que fallaban, era el corazón de quien lo conducía.

De pronto, como si el tiempo mismo hubiera decidido hacer una pausa, el tren se llenó de un silencio extraño. El maquinista abrió la puerta de su cabina y se dejó llevar por el viento frío que azotaba la noche. Se detuvo un instante, respiró profundamente, y luego se lanzó al vacío, dejando tras de sí las luces, los rieles, y todo aquello que alguna vez lo mantuvo en pie.

Cuando el tren se detuvo bruscamente, los pasajeros sintieron el impacto pero no entendieron su origen. Pronto, un anuncio metálico resonó en los vagones: “Por un incidente en las vías, el servicio está temporalmente interrumpido”. Las palabras eran vacías, incapaces de transmitir el peso de lo que acababa de ocurrir. Entre susurros y miradas de desconcierto, algunos se impacientaban por el retraso, mientras otros buscaban respuestas que nadie podía darles.

Horas más tarde, las autoridades encontraron el cuerpo del maquinista junto a las vías, frío y sin vida. La noticia se filtró entre los pasajeros como un rumor sordo, transformando el enfado en un desconcierto sombrío. ¿Por qué había saltado? ¿Qué tormento lo había llevado a tal decisión? Nadie lo sabía. Y tal vez, nadie quiso saberlo.

En la estación, donde los relojes avanzaban como si nada hubiera pasado, los viajeros volvían a sus prisas, a sus quejas y a sus agendas alteradas. Sin embargo, la ausencia del maquinista quedó suspendida en el aire, como un eco silencioso. Porque a veces, el verdadero peso de las tragedias no está en los hechos, sino en las preguntas que dejan tras de sí.

Esa noche, el tren volvió a moverse, las vías siguieron su curso y la vida continuó. Pero en algún rincón del trayecto, entre los rieles y el cielo estrellado, quedó el vacío que lo abrazó, ese lugar insondable que no tiene respuestas, solo silencios infinitos. La noche de Navidad se tiñó de un duelo invisible, y mientras las luces de las fiestas brillaban en las ciudades, hubo una sombra que ningún destello pudo disipar.

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