La diplomacia del disfraz: Argelia y la amenaza silenciosa a nuestras democracias

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Abdelkader EL FARSSAOUI

 

 

Hay momentos en los que el peligro no llega con tanques, sino con discursos. No con balas, sino con sonrisas diplomáticas. Argelia, bajo su máscara de solidaridad con los pueblos oprimidos, lleva décadas perfeccionando un arte sutil: infiltrar instituciones, manipular foros internacionales y sembrar una narrativa que, aunque disfrazada de nobleza, encierra un proyecto autoritario de dominación regional.
Lo advertía con lucidez el politólogo

guatemalteco Edgar Wellmann en su reciente columna publicada por El Siglo. Y no es una denuncia gratuita. Es un llamado a la lucidez ante un país que, tras apoyar al Frente Polisario con pretextos “humanitarios”, busca en realidad abrirse paso hacia el Atlántico, levantar un puerto estratégico y disputar a Marruecos el liderazgo del Magreb. En esta lógica, el conflicto del Sáhara no es un tema de autodeterminación, sino de expansión. No es una causa, sino una coartada.
Argelia no exporta democracia. Exporta doctrina. Y peor: exporta confusión. A fuerza de repetir eslóganes de descolonización y retórica anticolonial, ha logrado seducir a sectores de izquierda en América Latina, venderse como aliada de las causas justas e infiltrarse en espacios como el Parlamento Centroamericano, donde intenta instalar sus fantasmas

ideológicos con apariencia de solidaridad. Se presenta como la voz del Sur, pero actúa como un eco del autoritarismo global.


Y no está sola. Su red de alianzas con regímenes como Irán, Venezuela, Rusia, Cuba, Nicaragua y Corea del Norte no es un accidente. Es una elección. Un posicionamiento geopolítico que busca socavar el orden liberal y democrático, promoviendo en su lugar una narrativa de resistencia que, paradójicamente, se sostiene sobre la represión interna, la censura y el culto a un nacionalismo militarizado.
Lo que está en juego no es solo el futuro del Sáhara marroquí. Es la coherencia democrática de nuestras instituciones. Guatemala ha optado por la claridad, apoyando la propuesta de autonomía marroquí reconocida por grandes

potencias democráticas. Pero ¿qué pasa cuando esa claridad se ve amenazada por alianzas dudosas, simpatías mal informadas y diplomacias agresivas? ¿Qué ocurre cuando se permite que foros pensados para la integración se conviertan en plataformas de propaganda?
Como periodista marroquí, sé bien que estas maniobras no son nuevas. Pero lo nuevo es su sofisticación. Argelia ya no necesita invadir territorios; le basta con infiltrarse en discursos. Su aparato diplomático no busca el consenso, sino el adoctrinamiento. No pretende tender puentes, sino levantar trincheras. Y lo hace con recursos, con aliados y con un cinismo que desconcierta.
Quien aún crea que su compromiso con los derechos humanos es auténtico, que eche un vistazo a su prensa amordazada, a su oposición silenciada, a sus elecciones

convertidas en ritual siniestro. Que pregunte a sus propios ciudadanos cómo se vive bajo un régimen que premia la obediencia y castiga la crítica. La diplomacia argelina se cubre con el velo de la legitimidad internacional, pero su rostro es el de una vieja maquinaria de control revestida de modernidad.
No se trata de romper relaciones. Se trata de no perder el norte. De no permitir que la ingenuidad se convierta en puerta abierta a una penetración ideológica que debilita nuestras democracias desde dentro. Porque hoy la geopolítica se libra con narrativas, y quien controle el relato, puede terminar controlando las decisiones. El Parlamento Centroamericano, las universidades, los medios de comunicación y la sociedad civil deben estar alertas. No todo lo que brilla es solidaridad. No toda causa es inocente.

Argelia juega con fuego. Y si nuestras instituciones no responden con firmeza, pueden terminar ardiendo en sus propias contradicciones. No estamos ante un conflicto lejano. Estamos ante una estrategia global que tiene por objetivo desarticular los consensos democráticos y sembrar la desconfianza. Responder con lucidez no es un gesto diplomático. Es una necesidad vital.
Y si alguien, desde este lado del mundo, lo ha comprendido con claridad y ha tenido el valor de decirlo, como lo ha hecho Edgar Wellmann, entonces no queda más que aplaudir su advertencia, multiplicar su eco y, sobre todo, actuar en consecuencia.

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