La comunidad marroquí en España: brecha entre el discurso oficial y la amargura del día a día

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Abdellah Mechnoune

 

Con motivo del 69.º aniversario de la Revolución del Rey y del Pueblo, el rey Mohammed VI dirigió un mensaje de aprecio y reconocimiento a la comunidad marroquí en el extranjero. Subrayó su papel clave en la defensa de la unidad territorial del país y la necesidad de pasar de un reconocimiento simbólico a políticas públicas e institucionales efectivas que fortalezcan la integración de los marroquíes del mundo en el proyecto de desarrollo nacional y eliminen los obstáculos que debilitan su vínculo emocional y práctico con el país de origen.

Este discurso, al igual que otros discursos reales anteriores, refleja una visión estratégica que considera a la diáspora marroquí una palanca nacional imprescindible. Integrar a estos ciudadanos en las políticas nacionales no debería ser un gesto de cortesía, sino un derecho merecido y de alto interés para el país. Sin embargo, lo que se observa con tristeza es la profunda distancia entre esta orientación real avanzada y unas políticas gubernamentales que, en muchos casos, brillan por su ausencia o por su ineficacia.
Al observar de cerca la situación de la comunidad marroquí en España —una de las más grandes y diversas de Europa— se hacen evidentes los signos de esta contradicción. Muchos miembros de la diáspora se sienten sistemáticamente marginados, ya sea en términos de representación política, integración en el

sector público, protección frente a la discriminación, o incluso en lo más básico: conservar un vínculo activo y simbólico con su patria, y participar realmente en su construcción desde el exterior.
Representación política y administrativa: la gran ausente
Aunque la Constitución marroquí reconoce los derechos de ciudadanía plena a todos los marroquíes, estén donde estén, los marroquíes del mundo —y especialmente los de España— siguen privados de una representación política efectiva dentro de las instituciones de decisión, tanto en Marruecos como en los países de residencia. La ley nacional les permite votar, sí, pero su derecho a postularse y a tener circunscripciones propias sigue aplazado, a pesar de las directrices explícitas del monarca.

En el contexto español, la presencia marroquí en los consejos municipales o en las instituciones administrativas es meramente simbólica. Existen barreras legales y administrativas que dificultan su acceso al empleo público, y los trámites para obtener la nacionalidad o la homologación de títulos son complicados. Como resultado, esta comunidad se ve excluida de los espacios de toma de decisiones, tratada solo como un colectivo consumidor o como un simple potencial electoral, sin participación real en las políticas públicas.
Del discurso de escucha a la realidad del silencio
El discurso oficial presume de escuchar las preocupaciones de los marroquíes en el extranjero, pero en la práctica todo choca con el muro del silencio burocrático

y la inacción institucional. Pese a las iniciativas reales para reforzar los lazos entre la diáspora y Marruecos, el gobierno sigue tratando los asuntos migratorios con una lógica estacional, centrada en el verano o en periodos electorales, pero ausente el resto del año.
No existe un marco institucional eficaz que aborde de forma sistemática y sostenible los problemas de los marroquíes en España. Se repiten las mismas quejas: dificultades para gestionar documentos, escasa coordinación consular, falta de una oferta cultural y religiosa coherente, y un olvido casi total de las necesidades de las segundas y terceras generaciones, que lidian con complejos dilemas de identidad y pertenencia.
El caso de Abderrahim: cuando

la realidad asfixia a la justicia
La tragedia del joven marroquí asfixiado por un policía fuera de servicio en la ciudad de Torrejón reveló, con crudeza, el drama que viven algunos miembros de la comunidad en silencio. Abderrahim no era un criminal peligroso, sino un joven con problemas de salud mental y una vida marcada por la precariedad. Sin embargo, fue víctima de una violencia extrema que terminó con su vida ante la mirada de los transeúntes, mientras el agente continuaba presionando su cuello hasta que falleció.
Este no fue un caso aislado. Es un reflejo de muchas otras situaciones marcadas por malentendidos, discriminación institucional o abuso de fuerza hacia miembros de la diáspora. Lo más doloroso no fue solo la muerte, sino la falta de una reacción firme por parte de las

autoridades oficiales marroquíes para defender la dignidad de uno de sus ciudadanos. Como si no fuera con ellos. Como si no mereciera siquiera una declaración.
Cuando la dignidad muere en plena calle, en el corazón de Europa, bajo el silencio oficial y la apatía mediática, la pregunta ya no es solo sobre la violencia, sino sobre el valor que el Estado marroquí sigue otorgando a sus ciudadanos en el extranjero cuando son víctimas de injusticia o humillación.
Una crisis de identidad
La verdadera crisis que enfrentan los marroquíes en el extranjero no es solo de tipo administrativo o político. Es, ante todo, una crisis de identidad. Los jóvenes marroquíes en España viven una fractura difícil: no están plenamente integrados en la cultura del país anfitrión, ni mantienen

un lazo sólido con la cultura de su país de origen. Ante la ausencia de una orientación cultural y religiosa adecuada, y el declive del papel simbólico de las instituciones nacionales, la sensación de pertenencia se erosiona, surgen signos de ansiedad, aislamiento y, en algunos casos, de radicalización o marginalidad.
Esta generación no busca grandes discursos, sino un sentido profundo de pertenencia. No exige nada fuera de lo normal, solo que se la trate como ciudadanos con dignidad, con patria, con voz.
A pesar de este panorama sombrío, existen dentro de la comunidad voces cívicas honestas que trabajan con verdadero compromiso en la defensa de los derechos, brindando apoyo legal y cultural, y tratando de tender puentes entre las nuevas generaciones y el país de

origen. Pero muchas de estas iniciativas se topan con el desinterés institucional o son marginadas. Otras chocan con muros de lealtades estrechas donde se privilegia la afiliación política o partidista por encima del mérito y la independencia.
¿Cómo puede progresar una comunidad si sus voces más íntegras son silenciadas, sus iniciativas sepultadas y su presencia reducida a una imagen veraniega?
Este artículo no busca provocar ni alimentar tensiones. Es una llamada sincera de un migrante a su país. Una interpelación sobre la coherencia entre el discurso y la acción. Una pregunta sobre el respeto a quienes dejaron su tierra, pero no su corazón.
Los marroquíes del exterior no son solo remesas ni cifras en boletines informativos. Son una prolongación viva del espíritu nacional más allá de las

fronteras, un brazo estratégico en el desarrollo, la diplomacia y la cultura.
¿Tenemos hoy la valentía necesaria para abrir este debate con seriedad?
¿Hay en el Estado quien se atreva a escuchar, no solo en verano, sino durante todo el año?
La respuesta no se espera de un artículo, sino de una voluntad política auténtica, capaz de sacar las causas de la diáspora del terreno de la cortesía, para llevarlas al espacio de la acción y la reforma.

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